La vida de ella y él.

Marianela supo demasiado tarde que había envejecido. Sus pies alcanzaron a dar algunos pasos antes de que se dejara postrar por la tardanza. Ella parecía no haberlo previsto nunca, ¿cómo podría haberlo sabido? Nunca había dejado la ingenuidad de los juegos infantiles, de los quehaceres hogareños, de la vida sencilla. La angustia hizo que su pelo cayera  junto a las hojas de su árbol querido. Juntos  se vieron tomados por una sorpresa que desconocían. Lloraron versos desesperados, más nadie los leyó. Guardados bajo su larga falda que aún recuerdan sus años de purismos sepias se añejaron como un vino erradicado a la perfección de labios ajenos. La sombra de su árbol se había perdido junto a su ánimo. Ambos se habían dejado secar en los veranos que los vió vivir.

Marianela vivió algunos años después de la noticia. Su muerte la experimentó con una singular alegría. Ésta, hermosa incomprendida,  había sido la única travesura que había hecho en su vida: Desde una soga lució una agradecida sonrisa hasta que la rama en la que se había colgado cedió. Su peso había sido insignificante para aquello. La rama bien hubiera cedido sin necesidad de que ella hubiera estado allí. La casualidad simplemente les había unido.  Esa tarde el sol engañaba su calor por entre las nubes que se asomaban de un horizonte a otro. Cayó brevemente en un pantano que se había hecho bajo sus pies, ya más pálidos, ya más sensibles.

Atardeció aquel día con un dulzor dorado, como el de la miel cuando está fresca, rencién elaboraad. Nadie notó nada distinto en ese día. Todo había sucedidi como de costumbre. Marianela fué llevada a un cementerio y en breves ocasiones tuvo flores bellas. Sus aparentes familiares aprendieron que las flores de plástico nunca más se marchitarían.

————-o————-

[T. Plaz ©. Todos los derechos preservados en bolsas de plástico no-biodegradables.]